domingo, 6 de noviembre de 2016

APOCALÍPTICOS E INTEGRADOS 2.0

 
Alaska, 6 de noviembre de 2016,

Este artículo se publicó, en catalán, en el nº 98 del Butlletí d'Infància del Departament de Treball, Afers socials i Families de la Generalitat de Catalunya. 

APOCALÍPTICOS E INTEGRADOS 2.0
Hace poco propuse a mis alumnos de educación social, en la asignatura Aprenentatge amb les TIC de la UdG, un debate en el que la mitad serian Apocalípticos y la otra mitad, Integrados. Parodiaba el famoso libro que Umberto Eco escribió en 1964, pero esta vez la cosa no iba sobre cultura de masas o cultura de élites (bueno, un poco sí) sino de tecnología. Los apocalípticos (lo que en términos más prosaicos se conoce como tecnoescépticos) buscarían argumentos en contra de Internet, los móviles, las aplicaciones, las redes sociales, etc. Y los integrados (o tecnoentusiastas) todo lo contrario. Argumentos no les faltaban: desde el origen de la web en los noventa, y no digamos desde la aparición de las redes sociales o de los smartphone, todo tipo de pensadores y profesionales han escrito a favor o en contra. Desde el apocalíptico Nicholas Carr, uno de los últimos, finalista del Premio Pulitzer con Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes?  que defiende que el uso de Internet y de las redes sociales erosiona nuestro pensamiento profundo, hasta el integrado periodista Jeff Jarvis, profesor de periodismo de la City Univerity de Nueva York, que es capaz de verle las bondades a algo tan demonizado como nuestras queridas cookies, que nos roban privacidad a cambio de ofrecernos, según Jarvis, servicios interesantes. Pero no hay que irse tan lejos, nuestra integrada de cabecera, la psicóloga social Dolors Reig, en su libro Socionomía, ¿vas a perderte la revolución social? un canto a las bondades de las redes 2.0 (cuando leas esto, querido lector, ya iremos por la web 7.0, seguro), defiende que las redes sociales  nos hacen más libres y mejores ciudadanos.

Pero no solo de pensamiento vive el hombre, tenemos miles de experiencias cada día de las bondades y miserias de las TIC. El Twitter que sirve para linchar a una persona, altavoz de lo peor del ser humano y voz del populismo más abyecto, es el Twitter que permite al profesor y educador social Oscar Martinez (@oscar_m) denunciar y, a veces, eliminar, barreras arquitectónicas en la ciudad, ejemplo de activismo social virtual digno de aplauso. El mismo móvil desde el cual se hace bullying a un alumno (el acoso escolar de hace cuarenta años, pero amplificado hasta el infinito gracias a las redes) es el que permite al profesor de educación física Nacho Gálvez, de la escuela Turó, de Montcada i Reixach, jugar con sus alumnos a buscar objetos escondidos mediante el GPS en lo que se conoce como geocaching. He aquí, en el uso del móvil en el aula, donde queda más patente la diferencia entre apocalípticos e integrados, ambos cargados de razones y buenas intenciones educativas. Aunque el Consell Escolar de Catalunya aprobó el uso del móvil en las aulas en 2015, apostando por el uso de la tecnología móvil y por la responsabilización y formación de los alumnos, antes que la prohibición, eso no ha eliminado las suspicacias, los miedos y los riesgos que aducen los apocalípticos.

Pero, llegados a este punto, se podría pensar que mi intención en este artículo es intentar llevar al lector (y a mis alumnos) a la conclusión de que lo razonable cuando se habla de las TIC es llegar a un punto intermedio entre lo bueno y lo malo, o repetir aquel lugar común que dice que la tecnología es inocente, que todo depende del uso que se haga de ella. Nada más lejos de mi intención y además no es el tema principal sobre el que quiero reflexionar. Yo mismo no me sé situar en un lugar intermedio, ambivalente, que es un lugar que tiende a relativizar y minimizar el conflicto. Yo a veces soy apocalíptico y a veces integrado. Cuando algo es malo es malo y cuando es bueno es bueno. En cuanto a la tecnología, que su uso determina su bondad o su maldad es evidente, pero no solo. La tecnología, las aplicaciones, los programas, los cacharritos, ellos solos, ya vienen de fábrica cargados de intenciones. ¿Acaso no es Twitter el que decide que te comunicarás en 140 caracteres, modificando nuestra manera de comunicarnos? ¿Acaso nada tiene que ver su instrumento con la imposibilidad de la ironía? ¿Acaso Facebook, su muro, sus configuraciones, sus emoticonos o sus saludos virtuales, no condicionan lo que uno escribe o cuelga? ¿Acaso es inocente en el hecho de que cada vez construimos comunidades con gente que tienen nuestras mismas ideas, y echamos o bloqueamos al que discrepa, estereotipando y empobreciendo nuestro pensamiento hasta la nausea?

Pero, como decía, de lo que yo quiero hablar principalmente en este artículo es de otra cosa: del silencio sideral que hay en el mundo del trabajo social y la educación social en estos temas, solo roto por distinguidas y valientes excepciones. En la teoría, y en la práctica, tanto la utilización de las TIC como la reflexión acerca de ellas es un páramo con muy escasos brotes verdes. Se me ocurren tres posibilidades que explican porqué cuando todo el mundo habla, escribe y piensa sobre la tecnología, porqué cuando todas las disciplinas en la actualidad, la medicina, la gastronomía, el periodismo, absolutamente todas, no pueden entenderse, para bien o para mal, sin los cambios producidos desde Internet y desde la aparición de las redes sociales, porqué cuando todas, absolutamente todas, están pensando cómo se adaptan a los tiempos, el trabajo y la educación social siguen mirando para otro lado. Precisamente cuando irrumpe algo con el apellido social. ¡Social! Deberíamos tirarnos como lobos hambrientos a la presa pero solo estamos siendo, en el mejor de los casos, meros espectadores.

Se me ocurren tres cosas, digo. Una, seguramente la menos acertada, es que seamos, respecto de la tecnología, rematadamente apocalípticos, y frente al apocalipsis se huye o se prohíbe. La segunda cosa que se me ocurre es un error de concepción, más grave aun tratándose de educadores. La idea, que subyace en muchos discursos, de que sobre las TIC no tenemos nada que hacer ni que decir. ¿Qué vamos a decirles a unos jóvenes, nativos digitales, que nos dan mil vueltas en el manejo de sus cacharritos? Una idea que nos infantiliza, un pensamiento ignorante, porque ignora de qué va esto que se llama educación, de qué va esto que trata de enseñar a otro ser humano a estar en el mundo. Por cierto, ideas que encajan perfectamente en algunas teorías pedagógicas de moda que rebajan la categoría de maestro o educador a mero acompañante, porque ya sabemos que todos educamos entre todos y bla, bla, bla.
Y la tercera cosa que se me ocurre, y en esto quizás me ponga demasiado apocalíptico a mí pesar, es que somos cada vez menos educadores, ocupados en el control, inmersos en la burocracia y en la tiranía del asistencialismo. Ocupados rellenando papeles, gestionando ayudas, controlando entradas y salidas, escribiendo informes. Cada vez con menos espacio para preguntarnos por los saberes que transmitimos, si es que transmitimos alguno. Con menos espacio también para pensar en la identidad digital de las personas con las que trabajamos, los usos que hacen de sus móviles o tabletas, la potencialidad educativa que tienen los dispositivos que utilizan y las redes donde están inscritos. Estamos renunciando a crear un discurso del trabajo y la educación social sobre el uso que hacen de la tecnología  las personas que atendemos, sobre el mundo virtual en el que  interactúan, sobre las luces y las sombras de ese mundo. 

Pero hay realidades que, por fortuna, me contradicen. Dos ejemplos ejemplares. Uno, el de la educadora social Ares Villoria, que trabaja en un CRAE de Lleida, pionera en hablar, desde dentro de los centros, de la identidad digital de los jóvenes que viven en los CRAE (1).  La argumentación de Villoria admite poca discusión: si el encargo explícito de la administración respecto a los menores que tutela es “acompañar a los niños y adolescentes en su proceso de crecimiento y desarrollo integral, procurando dar respuesta a todas las dimensiones de la persona”, parece lógico que junto a la dimensión intelectual, física o psicológica esté contemplada también la dimensión virtual. Un matiz: para los adolescentes actuales los conceptos de virtual y real no tienen el mismo sentido que para nosotros. En su caso, ambas categorías conforman lo que conocemos como identidad, difícil de entender sin la interacción digital o el perfil en una red virtual. De la misma forma que no podemos seguir hablando de conceptos como privacidad o intimidad con parámetros del siglo pasado. Villoria propone introducir un área TIC en los centros y un plan formativo a los educadores de los CRAE que repercuta después en los mismos jóvenes. Como ella misma señala, no aportamos valores, ni capacidad crítica a los jóvenes respecto a sus identidades digitales si la única respuesta es la prohibición de los móviles o de las redes sociales. Prohibición, por otra parte, difícil de sostener fuera de las paredes del centro, lo que puede llegar a convertirlo, a ojos de la sociedad y de los mismos jóvenes, en un lugar alejado de la normalidad y la integración que, paradoja, pretende conseguir. La propuesta de la educadora tiene además la virtud de la experiencia, no se anda por las ramas y nos interpela desde lo concreto y urgente: ¿Cuándo un joven llega a un centro, tenemos que darle la contraseña del wifi? ¿Tenemos que revisar los contenidos de las tabletas o los móviles de los adolescentes? ¿Qué pasa cuando los familiares hablan con ellos por el WhatsApp? ¿Sabemos cómo se comunican, cómo es su lenguaje virtual, sus valores en la red?

El segundo ejemplo ejemplar es el de Jordi Bernabeu, educador y psicólogo del Ayuntamiento de Granollers, que  ha publicado un estudio (2), interesante y completo, que analiza los usos adolescentes del entorno digital y que se puede descargar en su página web Sobrepantalles.net. En el estudio se señalan los tres grupos de problemas que más preocupan en el uso de las TIC: los relacionados con la sobreutilización y/o dependencia de Internet, los vinculados a temas relacionales (como el ciberacoso) y los que tienen que ver con el uso simultaneo de diferentes pantallas. El estudio capitaneado por Jordi Bernabeu e Isidre Plaza es apocalíptico y es integrado. Habla de los problemas pero también de los usos positivos y de las potencialidades de las TIC, y sobre todo, basándose en los datos que extrae del estudio, propone acciones muy interesantes para los profesionales que quieran abordar, desde un punto de vista preventivo y educativo, los usos digitales de los adolescentes.

Hace unos meses, el juez de menores Emilio Calatayud, un juez con mucho predicamento entre educadores por su lenguaje llano y su sentido común, a veces demasiado común, creaba controversia y el típico debate entre privacidad y seguridad cuando decía: “Creo que hay que violar la intimidad de nuestros hijos. Antes, nuestros padres nos registraban los cajones, ahora hay que mirar lo que hacen con el móvil… el caso es que no nos pillen”.  El debate, una cuestión moral y ética, sigue abierto. Cuando se lo planteé a mis alumnos hubo opiniones muy diversas. Para algunos, que además de alumnos también son padres, era difícil separar el rol paterno del rol profesional. Les costaba discernir cuando se trataba de una opinión personal y cuando de una opinión técnica. Qué pasaba si lo técnico entraba en conflicto con los valores, creencias o prejuicios de uno mismo. No llegamos a ninguna conclusión, pero si coincidimos en la necesidad de construir un discurso profesional sobre el tema, para que cuando vengan los padres o los jóvenes a preguntar, en el CRAE, en los Servicios Sociales, en el centro abierto o donde sea que trabajemos, tengamos los deberes hechos y algo parecido a una respuesta. ¿Tenemos un discurso preparado desde el trabajo o la educación social? Espero que el camino abierto por las Ares Villorias y los Jordis Bernabeus no sea un espejismo.

Una cosa más. Dice el juez Calatayud que tenemos que espiar a nuestros hijos, que eso ya lo hacían nuestros padres y los padres de nuestros padres. Quizás sí que nos espiaban, pero nuestros padres y los padres de nuestros padres encontraban poca cosa: un preservativo abandonado, alguna carta, un papel de fumar, un diario de los primeros amores. La adolescencia era un terreno vedado y opaco para el adulto. Entre otras cosas porque la privacidad para nosotros era otra otra cosa. Pero los tiempos cambian (Dylan dixit). En los cajones digitales de nuestros adolescentes está toda su vida, con pelos y señales, aunque podríamos discutir largamente en qué medida la huella digital es la vida. ¿Están preparados  los padres para  ver y entender el que verán? ¿Lo estamos los educadores?


1. La conferencia de Ares Villoria, "Un projecte d’identitat digital als CRAE” se puede ver en este enlace:

2. Bernabeu, J. Plaza, I. (2015) Adolescents, també a la xarxa. Reptes socioeducatiu davant la generació 1×1. Ajuntament de Granollers. Granollers.

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